Un día espléndido.

Hacía un día espléndido. El cielo vestía un azul afable, de esos que te hacen pensar embobado durante horas y horas, y no se veía en él ni rastro de una sola nube. El sol daba luz sobre todo el prado que había justo detrás de casa desde hacía ya un par de horas, empezaba a darnos calor primaveral con bastante generosidad. Pronto, después de coger energías con el desayuno, nos pondríamos a jugar y a ser felices, como a los niños nos gustaba ser. Mejor dicho, como solo los niños sabíamos ser. Y es una lástima que se pierda con los años este pequeño gran don, pues no importaba realmente si llovía o nevaba cuando se trataba de jugar y ser feliz.

Hacía un día espléndido y solo acabábamos de ver su inicio.

Nos revolcamos en el fango.
Jugamos al pilla-pilla.
Dimos empujones a las niñas.
Reímos a carcajadas.
Tropezamos con los mayores.
Se enfadaron y nosotros seguimos riendo hasta perderles de vista.
Acabamos tirados en el césped. Estaba húmedo, frío, pero el sol contrarrestaba con sus ardientes rayos.
Cerramos los ojos un instante para disfrutar del aire fresco.
Dormimos plácidamente lo que quedaba de mañana.


Aquel grito nos despertó de repente. Ojipláticos, nos miramos mutuamente un instante y nos pusimos de pie rápidamente en cuanto oímos réplicas. Todavía nos costaba andar, nos quedaba alguna legaña por quitar de nuestros párpados, pero paso a paso, y después corriendo, nos dirigimos con velocidad hacia nuestro hogar. Cada vez oíamos más gritos. ¿Habría una pelea? No lo creí posible, ya que nos llevábamos todos muy bien. Los gritos no cesaban. ¿Serán otra vez esos malvados demonios? Y en tal caso, ¿nos llevarían con ellos esta vez si nos ven llegar? Pensé en detenerme. Los chillidos penetraban en nuestros oídos, casi haciendo daño, casi compartiendo aquel temor con nosotros. Pensé entonces que huir sería de cobardes. Ya estábamos cerca. Pensé que, si allí ocurría algo, debía ser fuerte como mi padre y enfrentarme a ello con valentía. Dejar de ser un niño si era necesario. Nos quedaba solo doblar la esquina. Pensé al final del día que no debimos ir, sino que durmiendo todo hubiera ido mejor. Al menos por un tiempo. O tal vez no. Tal vez estábamos condenados.

Efectivamente, como predije, en cuanto llegamos a casa la bestia nos atrapó. No era la primera vez que me tocaban. Habían estado haciéndonos, a mi y a mi familia, pruebas de todo tipo: salud, peso, tamaño, fuerza, habilidad, etc. Jamás conseguíamos que nos dijeran qué pretendían con todo aquello. Nos aterraba, eso sí. Tal vez sea porque el peor miedo es aquel que sientes cuando desconoces la situación. Dios nació de tal modo, así como el infierno y el Diablo. Nosotros, tal vez porque no nos lo planteábamos muy a menudo, no sabíamos muy bien qué encontraríamos después de la muerte, si al primero o al segundo, pero de lo que sí teníamos certeza es que esas bestias eran lo primero que íbamos a ver antes de perecer. Nadie volvía. Nunca. Esa era la evidencia.

Hicimos acopio de todas nuestras fuerzas para intentar liberarnos, pero fue en vano. Nos tenían bien cogidos con cuerdas en las manos, pies y cuello. Dirigían nuestro cuerpo desde la distancia. Quién sabe, quizás ellos tenían miedo también de nosotros. Me hubiera gustado preguntarles hacia dónde nos dirigíamos, pero una mordaza me impidió hacerlo. Miré hacia mis amigos. Estaban muy asustados. Aterrados. De sus ojos caían lágrimas desconsoladas. Me hubiera gustado decirles que todo iba a ir bien, que tan solo era otra prueba algo menos cotidiana, pero nuevamente noté aquella mordaza. Torné la vista hacia nuestros captores. Me fijé por primera vez en el rostro de uno de ellos. Parecía sonreír, como si disfrutara con nuestro miedo y nuestros llantos. Me hubiera gustado lanzarle algún que otro insulto. La mordaza me estaba poniendo de los nervios, y me estaban dando ganas de patear fuertemente el trasero de alguien. Pero mis malvados deseos se esfumaron cuando entramos en aquel túnel de metal. Y allí nos dejaron de momento.

El cielo dejó de ser azul para transformarse en gris y pronto estuvimos a oscuras.

Nos movíamos de lado a lado.
Nos revolcamos unos encima de otros.
Dimos empujones buscando una salida.
Lloramos y gritamos.
Imploramos clemencia.
Golpeamos con nuestros puños y nuestras cabezas aquel grueso material.
Caímos rendidos al frío y duro suelo. No corría ni la más leve brisa.
Temblábamos de miedo por la oscuridad.


Al cabo de una hora el túnel dejó de moverse y comenzaron a sacarnos a rastras de allí. Sí, le teníamos miedo a aquel sitio tan claustrofóbico, pero más temor nos infundía aquella raza de seres endemoniados. Por supuesto, todavía no sabíamos cuál era nuestro destino.

La siguiente sala era enorme. Un pasillo central y largo con numerosas puertas a ambos lados, pero no de las normales, sino unas con barrotes negros. ¿Era una cárcel? Y en tal caso, ¿qué mal habíamos causado? Empecé a recordar cada uno de mis días: comida, juegos, risas, empujones, más juegos, más risas, no más empujones por si se enfadaban demasiado los mayores... Los mayores, ¿sería cosa de ellos? No, no podía ser. Allí nos llevábamos todos tan bien. ¡Qué carajo! Nosotros no habíamos hecho nada malo. Éramos lo más felices que podíamos ser y no llegamos nunca a meternos con nadie, ni con ninguna raza con instintos asesinos como presentíamos que tenían nuestros captores. Lo que nos estaba sucediendo no tenía justificación. Y, sin embargo, allí estábamos, cada uno de nosotros en una de las pequeñas habitaciones de la gran sala. Definitivamente, aquello debía ser una cárcel para los habitantes que eran demasiado felices. Una especia de venganza promovida por una especie de envidia. Qué equivocado estaba.


Uno a uno fueron sacándonos de aquel triste lugar y llevándonos a "dar un paseo". Por descontado, yo no entendía nada de lo que aquellas bestias decían, pero mi buen amigo, que les había estudiado cada vez que venían a hacer pruebas, decía poder entenderles. Y eso es lo que logró descifrar aquel día. Ya podría haber sabido hablar también su idioma y habernos sacado de allí. Quién sabe, tal vez hubiera podido llegar a ser un héroe. Quedé absorto ante la magnífica idea de que mi amigo podría ser un gran e insigne héroe, pero pronto recuperé la consciencia sobre la cruda realidad: se lo habían llevado a él justo ahora. Jamás me sentí tan triste. Es duro que te alejen de tu madre, de tu padre, de tus hermanos y de tu hogar, pero aún es más duro que se lleven a tu amigo, cuando es con él con quien más has disfrutado la vida. Y aún más duro es darte cuenta de que tú eres el próximo en salir. Me di cuenta aquella vez que, cuando aquella puerta abría, entraba algo de luz y se oía un gran estupor. "Vamos a dar un paseo", debieron decir, cuando se acercaron lo suficiente a mi jaula.

La luz me cegó. El escándalo me ensordeció. Me negué a andar. Me dieron una fuerte patada en el costado. Aquello me animó a salir corriendo. ¿Era libre? Nada me detenía, así que salí con brabura, casi sonriendo, hacia el inhóspito exterior. Una vez en el centro me detuve en seco. Cuando miré hacia mi alrededor pude llegar a ver a cientos de bestias, algunas de pie y otras sentadas, pero todas ellas detrás de unos muros, tan altos que resultarían inalcanzables para alguien de mi tamaño, y casi todas gritando emocionadas. Justo delante de mi un par de aquellos seres extraños daban patadas sobre la arena tratando de cubrir algo que no llegué a ver. ¿Qué le había sucedido a mi amigo? ¿Qué se suponía que tenía que hacer yo ahora?

Di un par de vueltas buscando una salida. Comprobé que la única estaba justo enfrente de la entrada, custodiada por varios guardias que, por lo que intuí, me cortarían el paso si me acercaba. De repente apareció por esa misma puerta una de las bestias y el público aclamó a su campeón, que avanzaba serenamente hacia mi, con los brazos en alto, complaciendo a sus seguidores. Dirigió su mirada hacia mi, y así lo hizo también con su espada. ¿Nos batiríamos en duelo? Y en tal caso, ¿cuáles eran mis posibilidades si yo tan solo era un niño y no había recibido lecciones de combate? Pensé que aquello era inútil, que mi vida estaba sentenciada. Aquel demonio se acercó cada vez más a mi. Pensé que debía rendirme, que si todos nosotros lo hacíamos no habría espectáculo y aquella atrocidad llegaría a su fin. Ya casi podía escuchar su ansiosa respiración. Pensé entonces que huir sería de cobardes. Ya estaba cerca. Pensé que, si no había otra forma de salir de allí, debía ser fuerte como mi padre y enfrentarme a ellos con valentía. Dejar de ser un niño si era necesario. Lleno de ira me impulsé sobre mis piernas y me lancé con fiereza sobre mi contrincante. Por un segundo pensé que podía hacerlo sin entrenamiento, que conseguiría vencerle y ser libre. La bestia cambió de rumbo en un solo instante, me dejó a un lado y clavó en mi espalda su larga espada de hierro.

De niño podías imaginar lo que podía doler un coscorrón contra el cabezón de otro niño, una colleja de tu madre cuando hacías algo mal o incluso la bofetada de una niña corpulenta si te metías con ella por su tamaño. De vez en cuando caíamos sobre nuestras rodillas y, oh sí, aquello sí era doloroso. No obstante, lo que se llega a sentir cuando atraviesan tu cuerpo con una espada de unos noventa centímetros es tan inimaginable como indescriptible. Ni siquiera mis gritos lograrían explicarlo con exactitud. Y allí estaba yo, ensartado. Y allí estaban ellos, gritando de alegría. "¿Por qué?", pregunté a mi contrincante, pero no pareció entenderme. O interesarle.

Instintivamente me alejé todo lo posible de aquel malnacido. Fui directo a la puerta que vi al principio e intenté buscar el modo de huir. Nadie lo permitió. Más aún, recibí golpes, y aquello me indicaba que no tenía otra alternativa. Luchar o morir, supongo. Y elegí entonces luchar, aunque sabía en el fondo que no había diferencia alguna. Clavó una segunda espada en mi cuerpo y un segundo grito de dolor salió directamente desde mi garganta. Habría quebrantado el corazón y destrozado el alma a cualquiera de nuestra especie, pero aquella raza parecía no tener lo uno ni lo otro. Qué triste debía ser no tener corazón, no sentir nada ante aquella atrocidad. ¿Irían todos ellos al cielo o al infierno? Una tercera estocada cortó de cuajo mis pensamientos. La boca me sabía a sangre. De hecho, en mi boca tenía sangre. La escupí, y la arena enseguida ocultó la mancha.


El cielo azul, el sol brillante, el aire fresco, el césped húmedo. Había soñado con todas esas cosas hacía tan solo unas cuantas horas junto a mis amigos y hermanos, muy cerca de casa, tumbados en el césped. Intentaba desesperado recordar todas aquellas cosas que me hacían feliz, pero me era imposible. El dolor impide muchas veces pensar que hay algo más en esta vida. "¡Detened esta monstruosidad!", debió decir de repente una de aquellas bestias de entre el público. Tres o cuatro más acababan de bajar al escenario y se dirigían hacia mi. Me rodearon y comenzaron a luchar por mi. ¿Querían salvarme? Y en tal caso, ¿había aún esperanzas para mi? Improbable. ¿Cuántas espadas tenía en mi interior? ¿Tres? ¿Cuatro? Había perdido la cuenta.

Aquellas bestias me protegían. Una de ellas me abrazó. Sentí su piel junto a la mía. Estaba caliente. Quién sabe, tal vez algún demonio tenía corazón o, simplemente, todos los que tenían uno vivían lejos de lugares como este. Sea como fuere, como dictaba mi condena, mis nuevos amigos fueron heroicamente derrotados, maniatados y expulsados de allí. Yo estaba acabado, así que decidí rendirme, dejar de luchar. No tenía sentido. Caí de bruces contra el suelo y sentí más que nunca aquellas espadas atravesándome, destrozando mi cuerpo por dentro. ¿Había yo nacido para esto? ¿Era este mi destino? Me planteé seriamente si merecía entonces la pena nacer en este mundo. Pero, ¿acaso teníamos elección? ¿Tendrían estos demonios alternativas para ser felices? Muchas dudas corrieron fugaces por mi cabeza. No entendía nada, y eso, creo, era lo peor de todo.

Lo siguiente que sentí fue un pinchazo demasiado agudo como para explicarlo, demasiado intenso como para soportarlo y demasiado poco certero como para dejar de sentirlo, por desgracia. Dejé de sentir mis piernas y mis brazos. Dejé de sentir todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Solo sentía aquel dolor punzante una y otra vez. Me estaban intentando atravesar el cerebro con un pequeño cuchillo. Y lo meneaban de un lado para otro, en círculos, rebuscando en mi interior, triturando mis nervios, haciendo la herida más grande y más dolorosa. Mucho más dolorosa.

"¿Por qué?", sollocé.

Hacía un día espléndido y acababa de ver su final.

Me retorcí en el suelo.
La arena entró en mis ojos y en mi ensangrentada boca.
Miré hacia el cielo.
Contemplé su hermoso azul carente de nubes.
La tierra estaba seca y dura.
Cerré los ojos buscando la sensación refrescante de un aire que no encontré.
Me abrazó la oscuridad y, por primera vez, no tuve miedo de adentrarme en ella.




En memoria de aquellos que hubieron de soportar nuestra presencia en este mundo.
Inspirado en los cinco minutos y doce segundos que no te atreverás a ver.
En honor de las cuatro muertes que no querrás conocer. Estos son sus nombres:
0:50 - 1:13. Dolor.
2:07 - 2:22. Deshonor.
3:05 - 3:21. Júbilo.
4:23 - 4:42. Clamor.


Verdadera cultura y auténtico arte, ¿dónde estáis? Os hemos perdido.

1 comentario: